Henrik Ibsen - ESPECTROS

Espectros (traducido también como Los aparecidos) es uno de los dramas más resonantes de Ibsen, si bien se encuadra en la línea del realismo crítico, ahonda en cuestionamientos filosóficos que exceden dicha corriente. Prohibido su estreno en Berlín, recién después de quince años fue autorizada su representación en Noruega.
La trama nos remite a una mujer, Elena que ha aceptado un matrimonio acordado (dote mediante) con el Capitán Alving. Al poco tiempo descubre que su esposo es un ser vicioso y disoluto. Intenta ocultar esta situación exhibiendo la fachada de una familia supuestamente respetable: solo logrará convertirse en víctima de su propia simulación y la historia se repetirá.
Anécdota probablemente transitada, que Ibsen trasciende con hondura intelectual. Los espectros, no constituyen sólo la “reencarnación incorpórea” de los errores del pasado; también son fantasmagóricos muchos conceptos preexistentes de la humanidad, toda la carga atávica que nos condiciona.
En “Espectros” Ibsen reflexiona sobre los principios religiosos, el matrimonio entre consanguíneos, la relación de la pareja y encara el tema de la eutanasia con una audacia impensable para su época. Nada escapa a su filoso escalpelo.
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Ibsen quedó muy herido por las críticas hechas a su obra Casa de muñecas, y tres años después, en 1881, respondió a sus detractores con "Espectros" (Gengangere). Tanto se había dicho que la mujer no debía abandonar a su marido ni a sus hijos y que había ideales que estaban por encima de las verdades mismas, que Ibsen replanteó el tema sobre otras bases: veamos entonces -dijo-, cómo se vive en un hogar que no está sostenido sobre la comprensión, el amor y el respeto mutuo. Y así pinta a la esposa que no se va, a la señora Elena Alving, la Nora que se queda, o por lo menos la Nora a la cual un hombre apegado a los convencionalismos sociales, el pastor Manders, rechaza y hace volver junto a quien es su esposo ante las leyes. Desde luego que Ibsen ha forzado bastante las situaciones, pues el esposo de Elena Alving es un hombre disoluto, que se embriaga constantemente y se autodestruye en una continua vida licenciosa. Para ocultar la verdad de esta vida depravada, su esposa decide ser, aún con clara repugnancia, su compañera de orgías, siempre que éstas se hagan dentro del hogar, a puertas cerradas, para impedir que sean realizadas fuera de él y que trasciendan; así, al público, siempre curioso y entrometido, quien quedaría despistado y restaurado el honor aparente de la familia Alving. El gentilhombre muere en la más absoluta disolución moral, pero nada de esto advierte al principio el espectador, pues la obra se desenvuelve en un continuo volver atrás, logrado por sucesivas revelaciones intensas, de fuerte contenido emocional. El hijo de ese matrimonio, Osvaldo, ha sido educado en París, lejos del hogar, para que no se dé cuenta cuán despreciable ser es su padre, escoria humana a la que debería pisar sin escrúpulos. Las cartas de Elena están llenas de alusiones a la vida noble, generosa del gentilhombre Alving, para dejar, en el hijo, la creencia de un ideal de padre, contrario a los hechos. Pero la verdad no puede quedar escondida, pues se cuela siempre por algún resquicio de nuestras almas. El hijo del hombre borracho y sin honor empieza a sentir, prematuramente, el efecto de taras hereditarias que no sabe a qué atribuir. Alertado sobre el particular por los médicos franceses, se indigna. ¿Cómo mis males pueden ser hereditarios -piensa- si soy hijo de padres ejemplares, de gran virtud? Cree entonces que ha malgastado prematuramente su vida y que su refugio está cerca de su madre y de Regina, de la que ignora ser medio hermano. Así la trama va desenredándose por continuas revelaciones hasta la locura final, que encierra para Elena Alving, el más tremendo compromiso, el cual, si no se cumple en escena, queda en la mente del espectador sobrecogido...
Extraído de Hyalmar Blixen, La crisis de la verdad en los personajes de Ibsen, Suplemento Huecograbado "El Día", 9 de Abril de 1978.

No hay en la literatura novísima drama más trascendente ni de intención más demoledora que el célebre drama ibseniano. En él se combaten los fundamentos de la sociedad y de la familia. Su idea capital puede expresarse en pocas palabras: la señora Alving, cediendo alas imposiciones de sus padres, se casó con un capitán de marina; á los pocos días de su boda echó de ver que su marido era un hombre disipado y lleno de vicios. Indignada por la conducta de su esposo, abandona el hogar conyugal y corre á refugiarse á casa del doctor Manders, por quien sentía cierta inclinación amorosa. El pastor, fiel á lo que considera sus más sagrados deberes, obliga á la señora Alving á que vuelva á reunirse con su marido y á que cumpla su deber de esposa cristiana. La infortunada señora obedece el mandato del pastor Manders y vuelve con el capitán Alving. Fruto de tal unión es el nacimiento de Osvaldo.
En este desdichado ser se cumple la ley de herencia, por la cual él, sin culpa, paga con una enfermedad medular la disipación y el alcoholismo de su padre. El pobre joven, en la flor de su edad, ansiando trabajar, amar, vivir, se encuentra condenado a la imbecilidad, que es peor que la muerte. Y la ley fatal de la herencia se cumple y Osvaldo, según quiere demostrar el autor, viene á ser la víctima de lo que Ibsen califica de dañosos prejuicios sociales.
Reseña de Francisco Fernández Villegas, seudónimo de Zeda, aparecida en La Ilustración Artística(noviembre de 1906).

Con Casa de muñecas Ibsen ha de obtener en menos de diez años una reputación europea, con actrices geniales en el papel de Nora: Eléonora Duse, Réjane… pero por lo pronto no se supo apreciar ni sus novedades técnicas ni su hondo sentido moral.
El público reclamó un desenlace feliz. Parecía inverosímil que una mujer abandonase marido, hijos, bienestar, por un histerismo del momento. No sólo inverosímil: inmoral, disolvente, corruptor. Los pastores condenaron a Nora en las iglesias. En algunos ambientes sociales era tema tabú. Nadie se atrevió a defender en la prensa la causa feminista. Al contrario: la opinión media tomaba partido por el pobre Torvaldo Helmer. La cuestión “¿volverá Nora?” apasionaba como si se tratase de una guerra entre dos civilizaciones: la que excluía a las mujeres contra la que quería la igualdad de todos los seres. Más tarde el “volverá Nora?” pasó a ser un ejercicio retórico en las clases de composición del mundo entero. Algunas actrices se negaron representar la escena final, y al llegar a la puerta se volvían, vencidas, sumisas, obedientes al poder del varón, a la ley de la familia y a los sacrosantos deberes de matrona. Toda Europa, pues, se puso de parte del ideal Matrimonio, de la abstracción Matrimonio, del sacramento Matrimonio, y no pensó en el caso concreto de Nora ni en los derechos de las criaturas humanas a no ser inmoladas en los falsos altares de ideales, abstracciones y sacramentos.
Entonces Ibsen se decidió a mostrar, más severamente, cómo el matrimonio, cuando es una máscara social de vínculos falsos, sacrifica vidas y honras. Y escribió Espectros, que es casi un cuarto acto de Casa de muñecas.
Elena Alving es la Nora que no se atrevió a irse. ¿Qué son los “espectros”? Desde luego que no son los morbos hereditarios que andan por las venas de Osvaldo, sino los prejuicios, los ideales hipócritas, los deberes morales sin fundamento, que merodean como fantasmas alrededor de los hombres, ensombrecen los hogares y asfixian todo goce de vivir.
“Si me encuentro tan angustiada, tan temerosa —le dice Elena Alving al pastor Manders— es porque hay un mundo de espectros que me rodean, de los cuales estoy segura que no llegaré nunca a desprenderme.” “... todos somos espectros. No es sólo la sangre de nuestros padres lo que anda por nuestro interior; los espectros son toda clase de ideas muertas y viejas creencias sin vida. No tienen vitalidad pero se cuelgan de nosotros y no nos podemos desprender de ellos. Si tomo un periódico me parece ver espectros deslizándose entre las líneas. Todo el país debe estar poblado de espectros, hay tantos como las arenas del mar.” No es Osvaldo el protagonista de la obra sino su madre. Y lo genial de Espectros reside en que el observatorio del tremendo drama de ese hogar está dentro de la conciencia de una mujer —la señora Alving— quien poco a poco se va liberando de “las ideas corrientes que el mundo admite sin examen”, hasta que, cuando acaba de emanciparse, es para enfrentar la última víctima de esos espectros, su propio hijo Osvaldo.
Extraído de Anderson Imbert, Ibsen y su tiempo, 1946.